Aimée G. Bolaños- reflexion



De la errancia...
Aimée G. Bolaños

Nunca había pensando en errar, ni hubiera elegido ese incierto camino. Fue un destino que me escogió cuando quedé desprotegida. De tanto deseo de ver mundo, de sobrepasar un espacio asfixiante y de penas repetidas, di un salto al vacío que primero fue viaje con retorno y después se tornó interminable jornada de descubrimientos y extravíos. Desde esa experiencia personal, es que imagino la errancia.
Si el estado natural del ser humano es el movimiento, tan ligado al camino de la vida, como tradicionalmente se representa en las cantigas de caminantes y vsiones del alma, tendría que decir que con la vivencia del trecho recorrido he aprendido que errar es caminar sin rumbo, obstinadamente, en el silencio, “haciendo camino al andar” como dice el poeta con los saberes de su poesía.
Para el errante, el camino puede ser un horizonte tentador y, a la vez, callejón sin salida. La errancia es despropósito, fascinación vagabunda. Lleva consigo una tensión y, casi siempre, la renuncia a las verdades establecidas. En ella, la ausencia es interminable y la busca, siendo prometedora, no deja de ser conflictiva y dolorosa porque tiene lugar en un laberinto que tal vez no tenga salida, de modo que más que laberinto pudiera ser caos. Así, el minotauro que vive en cada uno de nosotros busca su sombra errabunda para completarse y con ellas partir hacia lo desconocido. Pero esa sombra en movimiento es escurridiza, habita todos los rincones de la casamundo y ninguno: el minotauro, uno mismo, deambula y se engaña. Palpable aunque volátil, la forma de la errancia muda sin cesar, de modo que si es cierto que existe un centro, nadie sabe aún como llegar a él. Tal vez ese centro sea mutante y sin fondo, un espejismo o apertura en abismo, semejante a aquella circunferencia borgiana llamada universo o como cualquier espejo del camino que duplica al caminante, sin que puedan identificarse las copias de los originales, proyectando cada matiz evanescente de un ser fulgurante.
El errático es aquel que confundió verdades y quién sabe si por eso está a la busca de certezas flexibles, indefinibles, abiertas, acordes a su incesante vaivén vital. Es alguien que privilegia las bondades de la duda productiva, que no es un preguntarse sin fin ni destino, sino una mirada inquisidora, insatisfecha y en perspecitva. Ha escogido la busca y ve en cada sendero bifurcado una nueva posibilidad de conocimiento e identidad.
Un andarillo errante, a diferencia del viajero clásico, no se detiene en el paisaje, sea natural o cultural, ni procura donde inscribirse porque ya ha ido más allá de sus raíces. También diferente del nómada, aunque muy parecido, no ha hecho de su movimiento identitario el rasgo definitorio de una etnia o comunidad. Se sabe solo y desposeído, va ligero y, aun apreciando los espacios y temporalidades, se sabe de tránsito, pasajero, itinerante. No se define por la emigración o el exilio en el estricto sentido político, sociocultural, aunque puedan situarse como punto de partida y guarde siempre un sentido profundo de exilio existencial. Perdida la matriz, va con ella simbólicamente, interiorizada la matria, ya reducida a lo esencial. Dentro de él, algo está roto sin concierto, si bien no desiste de los nuevos conocimientos y vislumbres en su trashumancia real y simbólica. Sus saberes son menos del arraigo que de los espacios, por descubrir. Y al traspasar cada uno de esos espacio de su errancia, traspasa también los significados que le fueron atribuidos. Sabe que todo es frágil, precario, efímero, pero esa inconstancia es la forma de si mismo y su camino.
Errar es condición humana principal. Inmóviles y ciertos, ¿qué seríamos? 

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