La escritura del desplazamiento y la ilusion, Sylvia Molloy

Mucho quisiera que estuvieses aquí. Quisiera que me mostraras las cosas, las vería mejor contigo. Temo verlas de pasada, o al revés. Porque, entre otros méritos, tú sabes hacer ver. Roger Caillois, Carta a Victoria Ocampo


Todo viaje es, en principio, dislocación, exilio, desplazamiento. Se deja un lugar conocido, seguro, para entrar en un lugar nuevo, acaso a la larga decepcionante (se espera demasiado de él), pero, en el momento en que se emprende el viaje, tentador. Ese lugar otro, que se concibe espacialmente, está también marcado por un tiempo distinto: otro ritmo afecta al viajero durante el desplazamiento, lo descoloca, lo desorienta, y esa desorientación persiste aun después de concluido el viaje. No sólo vuelve distinto el que se ha ido, vuelve a un espacio y a un tiempo distintos, ya que el viaje nos hace ver el lugar al que volvemos, y que creíamos permanentemente igual a sí mismo, con otros ojos.
Como todo género que se quiere referencial -es decir que convence al lector de que lo que lee es la transposición "directa" de una supuesta realidad-, el relato de viaje trabaja con una quimera, la de simular su inmediatez. El viajero nos "hace ver", nos interpela, nos invita a compartir experiencias, solicita nuestra identificación. Lo que le ha pasado a él puede pasarnos a nosotros, o más bien, nos está pasando a nosotros . "Póngase V. conmigo a bordo de la Rose , que ya vamos llegando a Francia", escribía Sarmiento en su viaje a Europa. El yo itinerante acude al lector cómplice, el que "viaja" con él y reconoce aquello que describe, es decir, sabe "ver junto" con él. Esa segunda persona a la que se dirige el yo viajero es, habitualmente, el que se queda atrás, el que no tiene acceso a la novedad que percibe el viajero salvo por intermedio de lo que éste le escribe. Esa segunda persona sedentaria, figura de autoridad en las empresas colonizadoras (así el soberano en las crónicas de la conquista), pasa a ser, en la modernidad, persona colectiva: es la comunidad de los que no han viajado y que buscan, en relatos de viaje publicados a menudo como crónicas periodísticas, lo nuevo, la noticia, y el placer vicario del "como si".
Lo antedicho es típico, en general, del relato de viaje y de quien lo escribe. Y como toda generalidad, tiene sus notables excepciones. Advertí esto al pensar en Victoria Ocampo, al querer determinar qué caracterizaba sus viajes, al darme cuenta de cómo, a menudo, sus escritos cuestionaban la modalidad habitual del género. Victoria, podría decirse, viaja de otra manera. Elucidar esa diferencia es el propósito de las páginas que siguen.
La función pedagógica que cumple el texto de viaje es necesariamente una función informativa, documental. Al lector/interlocutor se le enseña a conocer el lugar, la ciudad, a entender el encuentro, el evento narrado. Pero en Ocampo hay poca descripción del lugar en sí, pocas indicaciones espaciales, poco paisajismo. Sus relatos de viaje son, en general, curiosamente estáticos: se describe menos el traslado que el estar allí . Declarándose inepta para tomar notas, escribe: "[U]na fatalidad parece perseguirme. Jamás he apuntado en ellas nada utilizable o interesante. En cuanto no me dirijo a alguien (como en las cartas), en cuanto no tengo mentalmente un interlocutor para contarle lo que veo, siento, observo, pienso, las palabras se me marchitan". De ahí que el relato de viaje se dé tan a menudo en Victoria Ocampo como carta, ya sea explícita o implícitamente. De ahí también que su pedagogía, si cabe el término, sea otra que la de muchos viajeros. No se propone compartir una mirada turística. Si bien se da a ver, procura, sobre todo, dar a pensar.
Victoria Ocampo lleva el viaje en la sangre. Desde los viajes políticos de sus antepasados hombres de Estado -como el bisabuelo Aguirre que viaja a Estados Unidos a pedir el reconocimiento de la nación independiente- hasta los viajes ilustrados o mundanos de los miembros de su clase, el viaje es parte de su herencia, una herencia de la que se hace cargo con creces, revitalizándola. La vida de Victoria Ocampo es una vida pautada por el desplazamiento entre lugares que pronto resultan familiares. Así los desplazamientos entre múltiples viviendas, múltiples hogares, la casona de la calle Viamonte, Villa Ocampo en San Isidro, la casa de Palermo Chico, la de Mar del Plata y, casi sin solución de continuidad, el Hotel Majestic de París, o el Meurice, o el apartamento de la rue Raynouard, o de la avenida Malakoff, o el Hotel de La Trémoille, o el Sherry Netherlands o el Waldorf Astoria en Nueva York; y, concomitantemente, los desplazamientos entre múltiples lenguas, literaturas, entre culturas. "La lectura es el viaje de los que no pueden tomar el tren", observa Francis de Croisset. En el caso de Victoria, podría decirse que la lectura es tomar el tren. Se pasa de un lugar a otro como se pasa de una lengua a otra, sin aparente esfuerzo: se está (o se cree estar) siempre at home , chez soi , en casa, y -sin que esto signifique contradicción- siempre a punto de partir: "El mundo entero es mi dominio y me siento en casa tanto en New York como en Londres. Necesito toda la tierra", escribe Ocampo en una carta inédita citada por Beatriz Sarlo. Si la ilusión del viajero baudelairiano era viajar "al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo", los viajes de Ocampo son menos viajes de descubrimiento que de comprobación: esto que veo es (o no es) como me lo contaron, o como lo había imaginado a partir de mis lecturas. A pesar de no haber estado aquí nunca, conozco (o creo conocer) el lugar. Más que de relatos de viaje podría hablarse, dando un giro positivo al término que ella misma usa jocosamente, de "testimonios de desparramo".
Primeros viajes: Europa como lugar propio
El primer viaje que registra Ocampo en sus escritos, el primero de muchos, es el viaje de la familia a Europa en 1896, cuyos recuerdos anota, sabiamente descosidos, en El archipiélago . Podría objetarse que, en este caso, no es del todo exacto hablar de viaje, como acaso tampoco lo sería para referirse al siguiente, de 1908 a 1910. En ambas ocasiones la familia se desplaza a Europa, sí, pero menos con la intención de viajar que con la de quedarse por largo tiempo, uno o dos años. El viaje es más un paulatino traslado, un lento pasar de una existencia a otra, un acostumbrarse a un aquí sin desacostumbrarse del todo del allá.
Al hablar de ese primer viaje recalca Ocampo, en términos infantiles, esa voluntad de continuidad: "Vamos a irnos. Yo no quiero despedirme". Despedirse es reconocer una separación, aceptar la naturaleza traumática del inicio de todo viaje, y a Victoria no le gusta despedirse, marcar cortes. Lo mismo ocurre cuando regresa de ese viaje: en lugar de saludar a las tías queridas de quien, un año antes, no se había querido despedir, finge el hábito: "Me preguntan si estoy contenta de estar de vuelta. Contesto: ´¿Puedo tomar agua con panal?´ No se me han olvidado los panales blancos, con gusto a limón y azúcar". El traslado se ha efectuado con toda naturalidad y no hay extrañeza, se vuelve a la costumbre, tanto más entrañable cuanto trivial. O por lo menos así lo recuerda muchos años más tarde la adulta, quien presenta este primer viaje infantil como una fiesta perpetua. Cuando su madrina le pregunta qué quiere llevarse como recuerdo de París, contesta, con la naturaleza de una chica de 10 años, que quiere un anillo con rubí de Cartier o, en su defecto, una fotografía de la Place de la Concorde. And yet , and yet ... pese a que quiere recordar ese temprano traslado como un continuum , un detalle revela que sí hubo desencanto, por lo menos desajuste: la calle Florida, que recordaba ancha, es, en realidad, estrecha. El incidente permanece suficientemente grabado en la memoria de Ocampo para que vuelva a él, muchos años después, en una charla recogida en un testimonio tardío: "´¿Ésta es la calle Florida? Pero no era tan angosta antes´. Me contestaron que así de angosta había sido siempre. Por lo visto, mi cariño la había transformado en algo que podía competir con los Champs Elysées".
El segundo viaje a Europa de Ocampo es referido en las "Cartas a Delfina", dirigidas a Delfina Bunge, y el tenor es muy distinto. Explican en parte esa diferencia el momento de composición del texto y el cambio de destinatario. Si el viaje de 1896 consistía en recuerdos rescatados por una adulta, más de medio siglo más tarde, para un público amplio que lee su autobiografía, el viaje de 1908-1910 se registra en cartas a una interlocutora privilegiada, Delfina Bunge, la amiga querida que se ha quedado atrás en Buenos Aires y que también es la admirada "chica mayor" (y escritora en ciernes) a la que se quiere impresionar. La escritura es, como la de toda carta que narra un viaje, casi simultánea a la experiencia. El género epistolar plasma esa inmediatez, permite expresar una sentimentalidad -cariño, añoranza, tristeza- que no siempre aparece cuando se recurre a otro género. La nostalgia aparece como motor central de la escritura, se adivina incluso antes de que se inicie el viaje: "Tal vez hagamos un viaje a Europa en noviembre. París. [...] ¡Viajar! Ha de ser triste. Me encariño demasiado con lo que me rodea. [...] Creo que no se puede viajar sin pagar en moneda de nostalgias". Ese sentido de falta que no llega a llenar es el precio del viaje: "Me gusta París. Pero te escribo para hablarte de mi nostalgia de Buenos Aires". Si bien el viaje es aquí noticia, no recuerdo -se cuentan las nuevas actividades en París, los cursos en el Collège de France, los retratos que le hace Helleu, el viaje a Roma, la vacación en Escocia con los tíos Urquiza-, coexiste el descubrimiento del aquí con la conciencia de la falta del allá : "Ahora extraño el sol, el cielo de mi tierra. Por primera vez comprendo que la tierra donde hemos nacido nos tiene atados. Quiero a América". El trauma de la separación, borrado del recuerdo del primer viaje, queda registrado en estas cartas. El continuum es reemplazado por la oscilación entre dos polos: por un lado, la Argentina; por el otro, Europa, es decir, por sobre todo, Francia.
El género al que recurre Ocampo para narrar estos dos viajes tempranos -autobiografía y carta- lleva a la reflexión sobre la forma del relato de viaje en Ocampo. A diferencia de muchos cultores del género -pongamos por caso los grandes viajeros decimonónicos como Sarmiento, que hacen del relato de viaje un ejercicio pedagógico, o los cronistas del siglo XX, muchos de ellos periodistas, que refieren la aventura como divertimento-, Ocampo no se limita a una sola manera de contar sus viajes. Podría decirse que el viaje toca todo lo que escribe, que su obra, como bien lo ve Beatriz Sarlo, es toda ella una traslación y que, al narrar un viaje, Ocampo se está narrando a ella misma. El uso de la primera persona, tan necesario para lograr la adhesión del lector en los relatos de viaje, es aquí múltiplemente fecundo: narro este viaje en primera persona para convocar a un tú lector que me acompaña y ve conmigo, pero también narro en primera persona porque el viaje es parte integral de mi persona, es ejercicio de autofiguración y de autoconocimiento. Ya testimonio, ya relato de vida, ya correspondencia, el viaje me permite ser.

Del articulo:
http://www.lanacion.com.ar/1290940-la-escritura-del-desplazamiento-y-la-ilusion

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